Las heridas lloran.
Las heridas duelen.
Algunas se abren.
Algunas nunca desaparecen.
Algunas dejan cicatriz.
Sanar heridas, darles amor, calmar el dolor. Sanar heridas ajenas incluso cuando a veces cubro las mías con curitas que no impiden que la piel se siga desgarrando debajo; incluso cuando me siento un poco hipócrita profesando el amor propio del que yo carezco.
Poder sanar heridas me hace sentir especial, es mi propósito y mi superpoder.
Los abrazos sanan, las palabras reconfortan (como esta sarta que escribo ahora me reconforta a mí), pero el silencio también. El silencio con intención, el silencio con interés, el silencio con presencia, el silencio que dice lo que las palabras no alcanzan a expresar; el silencio solo, el silencio en compañía; el silencio que precede a la respuesta muda antes del llanto (mi silencio característico) y el silencio que se despliega cuando ya no hay más que llorar.
Tengo heridas grandes que a veces se abren sin que pueda evitarlo, heridas que sangran en lágrimas antes de irme a dormir o que se desgarran de la nada y duelen como la mierda en cualquier momento del día.
Llevo heridas curiosas que, ya sanas, me dejaron un sentir a modo de cicatriz que sólo se revive escuchando canciones específicas.
Empecé a aprender que cada tanto me hace bien mostrar mis heridas, incluso las que creo irreparables, las que cargo hace años y no ven la luz desde que me las hice. Hoy mostré algunas de esas y para mi sorpresa el diagnóstico esta vez fue diferente.